jueves, 28 de febrero de 2013

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Desde que nacemos, lo seres humanos tenemos la jodida "manía", ¿predispuesta genéticamente?, de clasificar el mundo que nos rodea. Desde muy pequeños aprendemos a nombrar lo que entendemos como bueno y lo que interpretamos como malo...primer paso básico en la ley de la supervivencia. Con el tiempo, la cosa se complica y el número de convenciones sociales, véase "etiquetas", tanto reales como infundadas, se multiplica vertiginosamente. Éstas gobiernan en nuestra percepción de la realidad llegando a producirnos un estado de incertidumbre y desarraigo existencial contínuamente, casi sin que nos demos cuenta...

Y en esos momentos de duda y falso vacío...nos desviamos del camino...y es entonces...cuando realmente empezamos a vivir. 

Desde hace tiempo venimos arrastrando etiquetas sobre muchas cosas...entre ellas el amor, la muerte, la moral, la libertad...Decidme qué pensáis que es ser libre verdaderamente...decidme qué es el amor...todos tenemos una imagen en nuestra mente...bien consensuada y definida. Pero su nombre no engloba ni por asomo la realidad completa, a lo sumo, con mucha suerte, un 1%. 

Las etiquetas presentan múltiples formas: estereotipos, prejuicios, deseos, sueños...y se recogen paradógicamente en el cajón del instinto salvaje de dominio,  de la psicosis y de la supervivencia inherente al ser humano...aquello que, en definitiva, transforma nuestros pensamientos en ejes relativos que nos empujan a una forzada y escondida bipolaridad. Si todos lo somos (bipolares) es muy difícil que alguien algún día lo diagnostique con pruebas fehacientes. 

Ahora decidme que créeis en el Papa, en un Dios...en que la muerte os llevará a algún sitio...decidme que el amor no es orgullo, egoísmo ni miedo al fracaso social...decidme que nos es sed de triunfo. Decidme que escribir con libertad, sintiendo con fuerza el ser libre, significa ser esclavo de un alma atormentada...

Decidme, etiquetadme porque yo ya estoy harto de decirme y etiquetarme en función a la manera en que pienso que lo hacéis. 

Abrí los ojos en medio de una inclinada pendiente...frenado en seco, permanecía en el centro de una montaña a gran altura. Mis pies estaban desiquilibrados y entretanto mi vista se posó por unos segundos en los colores del vacío que llenaba el valle. Sentía que no iba a poder controlar la dirección de mis próximos pasos. Jamás sentí una sensación tan hermosa. Allí, parado, disfruté contemplando el paisaje hasta que, por fin, decidí que la montaña, igual que la subí, tenía que terminar de bajarla... De manera que decidí correr...aunque las piedras me hicieran tropezar y caer, la bajaría incluso rodando... Y así sucedió. Llegué hasta los pies de la montaña herido y amoratado ...con mi cuerpo desgarrado y una sonrisa sangrante en mi frente.