jueves, 4 de octubre de 2012

Gris amniótico

Un día sin más recuerdas tu infancia, te vienen a la cabeza aquellas imágenes en las que eras el rey de la casa, el niño de anuncio guapo y mimado que recibía toda atención y capricho.
Ahí es cuando te preguntas en qué momento perdiste tu infancia, cuándo te empezaron a invadir pensamientos oscuros y qué cambió en ti para que tu familia te quitase el papel de señor y te otorgase el de siervo. En qué momento dejaste de pensar en ti, en qué momento antepusiste tu honestidad a todo lo demás, en qué instante decidiste entregar tu felicidad por la de ellos, en qué día se te ocurrió que tu vida no valía la pena ser vivida y que no opondrías resistencia alguna a una cuchilla. Quizás pensaste que si ellos eran felices tú también lo serías, pero hay veces que los cauces de la felicidad son egoístas y no siempre se puede dar un paso importante sin hacer daño a los que tienes más cerca. Por eso decidiste marcharte, para no hacerles daño, para ser honesto contigo mismo. Pasó el tiempo, mucho tiempo en tu barca con tus maletas, sobre un mar de aguas negras, luchando por ser feliz, solo, libre sin horizonte, en la distancia anhelada...pero no lo conseguiste. Tu mirada nostálgica se perdía en el gris de las nubes, la fría humedad del cielo rodeaba tu cuello con sus manos y apretaba brutalmente. De repente, una gigantesca ola irrumpió en tu barca y caiste al mar. Las olas te arrastraban hacia lo profundo, cada corriente era aún más fría y poderosa.  Tu cuerpo se hundió cual plomo en pocos segundos. Sin embargo, cuando menos lo esperabas, cuando estabas a punto de ahogarte unas manos fuertes te agarraron del brazo y te impulsaron hacia arriba a una velocidad vertiginosa. Abriste los ojos, incrédulo, y te viste en una ciudad grande y extraña, en medio de una enorme muchedumbre que caminaba a tu alrededor sin mirarte pero pendiente de cada uno de tus movimientos. Los habitantes de la ciudad no estaban ni vivos ni muertos, eran zombies que deambulaban en un mismo sentido, devoraban los mismos sueños y  se divertían engullendo la carroña putrefacta del suelo. Corriste, pero en la huida sus manos te alcanzaron y comenzaron a desgarrarte, ropa, piel y músculos...nervios y vísceras. Poco a poco tu cuerpo quedó detenido en la masa. Destrozado a mordiscos, caiste sin aliento sobre los huesos de tus rodillas. Tus ojos se tiñieron de sangre, tu visión se empapó de color rosa, mientras el blanco de tus huesos asomaba entre el rojo de litros de sangre. No sentías dolor, lo único que te importaba era tu corazón, si también se lo comerían, si acabaría formando parte de esa carroña nauseabunda que se descomponía en el espacio entre el bordillo de la acera y la carretera. Preferiste no pensar y tu mirada volvió a posarse en el cielo gris que viéndote se escondió detrás de un arcoiris para llorar. Tu corazón, latiendo cada vez con mayor ritmo ante la agonía se desencajó de tu pecho y recorrió estómago y esófago abriéndose paso para salir por tu boca. Cual globo de helio que escapa a unas excéntricas manos infantiles, se elevó entre los zombies sin dejarse atrapar por sus destructivas manos. Tomó rumbo hacia el arcoiris y mientras lo veías alejarse tus ojos entristecidos y ensangrentados se cerraron y, segundos más tarde, tus labios besaron el silencio sepulcral. Al poco tiempo, volviste a abrir los ojos, estabas en un avión, tu corazón había vuelto y sonaba en tu interior, con una melodía distinta. Se te acercó una azafata: -Señor ¿desea un caramelo?, pronto aterrizaremos. Contestando afirmativamente y tras meter la mano en la cesta, te llevaste uno de los caramelos a la boca, sin darte cuenta estabas sonriendo. Pocos minutos después, el avión aterrizó en un desierto, te desabrochaste el cinturón despacio haciendo tiempo para que saliese el resto de pasajeros, sin embargo, los pasajeros que viajaban contigo habían desaparecido. Sólo quedabas tú en el avión, tú y la azafata: -Perdone, qué ha sido de los otros pasajeros-preguntaste. -Los últimos que quedaban se bajaron en la parada anterior -¿Y los pilotos?¿Dónde estamos? -Estamos en casa, este avión funciona automáticamente, no necesita pilotos. -Esta no es mi casa, esto es un desierto. -Busca la vida en el desierto y encontrarás el camino hacia tu casa. Sin saber por qué, quizás por la confianza que te inspiraba aquella desconocida, te bajaste del avión y en medio del desierto comenzaste a buscar la vida. Tras pasar varios días andando y muerto de sed sin encontrar vida pisaste un objeto que crujió al instante. Era un marco cuya foto reconociste al momento, era una foto de una mujer, una mujer que sostenía un bebé en brazos en un hospital. Su sonrisa iluminó tus ojos. Esa mujer era tu madre, ese bebé eras tú. Empezaste a llorar desconsoladamente mientras abrazabas con fuerza el marco. - Mamá, mamá... Cada lágrima contenía miles de litros de agua que se derramaron sobre la tierra árida y sin vida. Querías abrazarla, querías ver a tu madre y abrazarla. Del agua de tus lágrimas comenzaron a surgir brotes de plantas, plantas que en seguida crecieron, se esparcieron y se elevaron alcanzando gran altura. Repentinamente aparecieron millones de flores de múltiples colores. Te llamó la atención una amapola que creció a tu lado, atraido por su rojo intenso y por su fragilidad decidiste besarla. Tras el beso te quedaste dormido. Despertaste en una cama, desorientado. Hacía mucho frío y olía a leña quemada. -"¿Dónde estoy?". Al rato escuchaste un ruido...eran unos pies que corrían hacia tu cama. - Buenos días hermano, qué guay que estás ya en casa. Te quiero. Abrazaste con emoción a tu hermana pequeña, comprobaste cuánto había crecido y comprendiste que pese a los cambios la querías tal y como era y la seguirías queriendo siempre. Te acordaste de tu madre, en ese momento apareció por la puerta. -Despierta vago. -Estoy aquí mamá. - Ya te veo. -Abrázanos. Tu madre os abrazó y ráscandose disimuladamente el ojo izquierdo salió de tu habitación y se dirigió a preparar el desayuno. -Estoy en casa, cariño- le dijiste a tu hermana.  -¿Me notas cambiado? - Estás más delgado. -Siempre he estado delgado. - Pues entonces estás como siempre, en casa y como siempre. Tu hermana salió de la habitación y se fue a ver la tele. Te quedaste reflexionando acerca de esa última frase..."en casa y como siempre". Estaba claro que estabas en casa, pero no como siempre. Algo en ti había cambiado, sabías que estabas en casa y lo más importante, sabías que querías estar en tu casa. Pensaste que para no volver a huir había algo que tenías que cambiar, había algo que tras una precipitada y duradera adolescencia nunca tuviste opción de madurar y mejorar: la relación con los tuyos. Así llegaste a la conclusión de que antes de volar del nido, estar tranquilo y ser feliz contigo mismo, primero tenías que conseguir eso mismo con tu familia. Ser sincero contigo mismo y con ellos, y a partir de ahí empezar a construir. "Construir", esa era la palabra que elevaba y reforzaba aquellos antiguos cimientos caídos. Ibas a construir en un lugar donde había gente que te quería, donde te sentías agusto a pesar del sufrimiento vivido y ante un futuro cargado de incertidumbre. Te diste cuenta que nunca necesitaste buscar otro hogar porque el tuyo ya lo tenías, así que te levantaste de un salto y corriste hacia el salón donde te esperaban para desayunar. Mientras te bebías el café miraste el marco, aquel marco que abrazaste en el desierto. Sonreiste y tu corazón empezó a engullir chocolate. "Qué suerte tengo, que suerte más grande".









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